Con el fútbol como telón de fondo
De claridad formal, inteligente y profunda, Hijos
nuestros retrata la soledad de un hombre, con el fútbol como compañía. Una
puesta en escena precisa, con momentos sobresalientes.
Hijos nuestros
(Argentina, 2016)
Dirección: Juan Fernández Gebauer, Nicolás Suárez. Guión: Nicolás Suárez. Fotografía: Pablo Parra. Montaje: Alejandro Carrillo Penovi. Música: Fernando Martino, Matías Schiselman. Reparto: Ana Katz, Carlos Portaluppi, Daniel
Hendler, Valentín Greco, Germán De Silva. Duración: 87 minutos.
8 (ocho) puntos
Por Leandro Arteaga
Con
el fútbol como escenario protagónico, Hijos
nuestros podría pensarse como una variación remozada de los tres
berretines; en tal caso, cabe preguntarse cuáles serían los lugares actuales de
los otros dos: tango y cine. Por el lado de este último, el gran ejemplo lo
aporta la misma película, ópera prima de la dupla Juan Fernández Gebauer y
Nicolás Suárez, cuya solidez formal la hace
sobresaliente.
Su
inicio ya es concepto de puesta en escena suficiente: la calle, el taxista
ensimismado, una entrevista bizarra por radio –de esas en donde el fútbol está
sin serlo, como un condimento más en ciertas comidillas disfrazadas de
periodismo de espectáculo-. De pronto habrá también pasajeros, pero sin una
continuidad clara, podrían ser imágenes de un recuerdo. En todo caso, lo que se
presiente es un dilema, con el protagonismo absoluto de este actor enorme que
es Carlos Portaluppi.
Es
en él donde Hijos nuestros ahonda.
Dentro de su desazón y a partir de su corporeidad, capaz de rellenar automóvil
y pantalla. Porque hay algo que este hombre siempre sentado esconde. Hasta que
Silvia (Ana Katz) irrumpe, con su hijo de 12 y el fútbol. A partir de un torneo
de barrio donde el pibe se luce y, quién dice, quizás hasta tenga condiciones.
El escenario es el barrio de Boedo, donde San Lorenzo es pasión y basta su
mención para hacer comulgar tanto al santo como al club, con esa intermediación
de coyuntura que es el papa.
Todo
esto, eso sí, desde un guión donde hay rasgos y gestos de moderación progresiva,
meticulosa, que informan de modo sesgado sobre quién es –quién ha sido- Hugo,
este taxista que mastica palitos de la selva como cigarrillos mentidos, cuya
seguridad sobre lo que el fútbol es –una jungla, en donde más vale escapar a la
mirada del árbitro para ganar- le permite impartir lecciones pragmáticas al pibe.
A partir de él, y junto con él, todo un contexto se abre y problematiza, sin
perder de vista que, aún cuando Hugo parezca un fusible dañado, la sociedad donde
convive no está menos traumatizada, así como atravesada de contradicciones que
prefiere ignorar.
Por
ejemplo, y se trata de un momento magistral: cuando Hugo y Silvia comparten la
cena, la ventana del bar les recorta desde el interior mientras, al fondo del
cuadro, se distingue el hipermercado, de marca reconocida, multinacional. En el
mismo lugar donde supo estar el Viejo Gasómetro. La alusión completa, por otro
lado, una escena previa, donde el diálogo mencionaba a la última dictadura militar
como razón de fondo de aquella expropiación. El cine es montaje, la relación
entre las partes provoca imágenes diferentes, que el espectador agregará. Toda Hijos nuestros promueve esta lección
estética, por eso es una gran película.
Otro
ejemplo: el diálogo cifrado entre Hugo y el entrenador de inferiores, en un
taller mecánico (todo un hallazgo, la vida laboral de este personaje necesita
de algo más, el fútbol no satisface a todos por igual). Lo que se dice oculta
más que lo que se escucha. Subterráneamente pasan otras cosas, que conectan con
el pasado y la relación de estas personas. En algún momento, algo que se parece
a una cachetada cariñosa, pero cachetada al fin, rubrica el encuentro. Más
adelante, habrá réplica, reacción, sin que se altere la propuesta velada, de
celos de años, que más vale intuir antes que saber.
A
partir de estos recursos, la participación argumental del fútbol surge como
expresión compleja, en donde coinciden el encuentro social pero también su
alienación. En todo caso, se trata de un ejemplo deportivo superlativo, que
encierra mucho más que lo supuesto, al ser capaz de decir sobre lo vivido a
través de cánticos y broncas barriales, todavía en fricción con la manipulación
empresaria y mediática, corporizada en esa entrevista radial con la que el film
elegía su comienzo.
Por
otra parte, es admirable cómo el vínculo entre Hugo y Silvia apunta hacia un
lugar dramático que el film no se preocupa por resolver desde el devenir
habitual. En todo caso, si bien Hijos
nuestros se perfila desde una estructura cuyas maneras narrativas el
espectador sabrá reconocer, no tarda en torcerlas hacia imprevistos, que se
corresponderán con los minutos iniciales aludidos, en donde Hugo está consigo
mismo, en pleno debate, puesto que de lo que se trata es de “poner huevo”: arenga
de todo hincha, él no es la excepción. Pero ahora el fervor o insulto se le
vuelve en contra, lo golpea. Es el momento en donde la decisión proyectará, o
no, a quien la vive. Tal vez, Hijos
nuestros sea una película dedicada a recrear esa situación límite,
profunda, de cambio cualitativo. Que lo haga con fútbol, mística de feligreses
y habladores de bares, no hace más que engrandecer su apuesta, conciente como
es de jugarla desde estos parámetros reconocibles, de adhesión masiva.
Además,
se trata de un cometido estético logrado porque las diferentes partes de la
película están en consonancia. En lo relativo a las caracterizaciones, no sólo
por el gran Portaluppi, sino también por la calidez (de madre, sola, de
trabajadora) de Ana Katz y la “naturalidad” –si es que hay algo semejante- de
Valentín Greco, un pibe que actúa mejor que nadie porque, justamente, no actúa.
Es todo un hallazgo. Aporta a la dinámica de los personajes como engranaje,
capaz de ser el adolescente de los desmanes, el fanático de la pelota, el niño
atento y algo irreverente.
Finalmente,
la celebración de la liturgia religiosa es el gran momento de la película. Para
llegar allí, hay que haber transitado por todos los andariveles del relato, hay
que haber aceptado la fascinación pendiente del penal, hay que haber vivido el
grito de gol y manejado durante horas con sueño. Todo puede ser posible. Que
sea una celebración religiosa no quita que también podría tratarse de un
partido de fútbol.
Por
todo esto, mejor no confundir antes que caer en esa vorágine fácil, que
simplifica con titulares o puntajes adocenados. No es una película sobre los
sentimientos de un hincha de fútbol o similares, sino su revés. Se trata de un
hombre solo, casualmente hincha de fútbol. Detenerse en este aspecto es no
hacerlo con el abismo de su protagonista. Más allá de que Hijos nuestros también sea, claro, un film de un berretín
insoslayable.
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