El feliz
desmoronamiento del cine
Con astucia,
colores vivos y alegorías, ¡Salve César! mira con ironía a Hollywood.
Personajes estrafalarios, alguno más o menos digno, persecuciones ideológicas y
grandes películas.
¡Salve,
César!
(Hail,
Caesar!)
Estados
Unidos, 2016. Dirección
y guión: Joel y Ethan Coen. Fotografía:
Roger Deakins. Montaje:
Roderick Jaynes. Música:
Carter Burwell. Reparto:
Josh Brolin, George Clooney, Alden Ehrenreich, Ralph Fiennes, Jonah Hill,
Scarlett Johansson, Frances McDormand, Tilda Swinton, Channing Tatum. Duración:
106 minutos.
9
(nueve) puntos
Por
Leandro Arteaga
Cuando el cine visita al cine, o cómo una película puede
ser agente metalingüístico del mismo e intrincado laberinto fílmico en el que
se inserta. En última instancia, Hollywood sabe cuándo y de qué maneras contar
su historia, con conveniencia y astucia, sin evitar que otros interesados puedan
revisitarla. (Es cierto que hasta ahí nomás, Kenneth Anger no ha publicado una
tercera parte de su Hollywood Babilonia
por temor a las demandas.) Entre estas dos premisas se sitúan los hermanos Joel
y Ethan Coen, sea por su inserción en la industria, pero sin perder la mirada
marginal, de cuño independiente, que le han situado como artífices del mejor
cine contemporáneo.
Dentro de su filmografía, el cine negro es la categoría
ejemplar: ya patente en el primer film, Simplemente
sangre, con continuidad en otros: De
paseo a la muerte, El hombre que
nunca estuvo, Fargo, Sin lugar para los débiles. También
presente en el clima de ensoñación rara propuesto por El gran salto, con reminiscencias al cine de Frank Capra.
Seguramente, el título que mejor expone esta manera
particular de hacer cine, que ha hecho de estos hermanos figuras referentes y
autorales, sea Barton Fink. El gran
cine de los años ’40 aparecía como telón de fondo para la crisis de un
dramaturgo devenido guionista, nada peor. Un enrarecimiento gradual envolvía a
personaje y espectadores en este film magistral. Si se contrasta aquellos tonos
oscuros, caídos, con los alegres valores saturados –símil technicolor- de ¡Salve César! y sus años ‘50, aparece
una paradoja perfecta, que delinea el trazado cinematográfico que surge al
contemplar las dos décadas.
En este sentido, vale destacar que es el gran Roger
Deakins quien sigue a cargo del apartado fotográfico, así como en Barton Fink, y que si hay algo que éste
sabe capturar, es la ironía festiva de los hermanos. Por eso, a no creer
demasiado en el clima de luz cálida y brillos que la nueva película de los Coen
ofrece sino, antes bien, en lo que repta por debajo. El cine negro, otra vez,
toca con astucia una nota de angustia.
Es decir, los años ’50 son parte de lo que se
entiende como “época dorada”, pero también son el momento de la caída, de la debacle
de Hollywood. La televisión está tomando el relevo, en consonancia con el clima
moral conservador. No falta, en este sentido, una oferta que seduzca a Eddie
Mannix (Josh Brolin), el ejecutivo que sabe cómo lidiar con los caprichos,
desmanes y talentos, de las estrellas y producciones fílmicas. Mannix es una
especie de salvavidas que mantiene a flote lo que no se sabe cuánto más durará.
Otro ofrecimiento de trabajo le mantiene en vilo, porque le significaría el
retiro de este mundo “frívolo”, tal como le dicen. El diálogo tiene lugar en un
restaurante, exótico, con una ventanita que media entre los actores y oficia
como falsa vista al mar.
Pero previamente, atención, los Coen se regocijan en
la recreación de un momento musical acuático, con reminiscencias a Busby
Berkeley y Esther Williams, acá en la piel de una Scarlett Johansson iracunda,
un deleite. Lo que aparece majestuoso, como homenaje sentido a esa fuga a mundos
imposibles que los musicales de la
MGM significaban, no deja de rebotar contra esa ventanita
huraña, de corset televisivo, que apretará lo que en la gran pantalla es gran
espectáculo.
En este sentido también significa el momento musical
superlativo, que corta al film como momento de celebración, en donde marinos
sin mujeres lamentan su última noche en tierra con pasos de baile y referencias
gay. Quien guía el asunto es Channing Tatum, y lo hace a partir de una
coreografía con escobillón –guiño a Fred Astaire- y vestuario que replica los
que usaran Gene Kelly y Frank Sinatra en Un
día en Nueva York. Está claro que ¡Salve,
César! está plagada de referencias cinéfilas, y lo hace desde la admiración
a un cine que ya no se hace. Grandilocuencia y artesanía que no esconde, por
otra parte, los entresijos raros, siniestros, entre los cuales ocurre verdaderamente
la película de los Coen.
De esta manera, y de modo inevitable, el macartismo
de la época es transgredido en ¡Salve,
César! como asunción literal de sus bravuconadas paranoicas, al
instrumentar un comando de guionistas comunistas que secuestran a un actor
estrella (George Clooney), artífice principal de la película de romanos en
cuestión: una recreación monumental de los tiempos de Cristo –así como se
anunciaba la misma Ben-Hur, nada
casualmente en tren de remake, por
estos días-, cuyo pase privado omite la representación divina porque, para eso,
mejor que Mannix hable con los representantes de los diferentes credos y
encuentre un acuerdo compartido. El momento es magnífico, debe verse.
En suma, y entre tanto más, ¡Salve, César! oscila entre la admiración por el Hollywood del
siglo pasado, la denuncia de sus artimañas políticas y cómplices, y la pregunta
sobre el devenir del cine (acá está el interrogante mayor, que nada tiene de
paródico mientras dice sobre el momento actual del séptimo arte). Allí donde la
voz en off alerta sobre la función catártica, de letargo social del cine, habrá
que leer sin la sorna adrede. Hollywood produce un adormecimiento manipulador,
sólo los Coen son capaces de decir algo semejante. No sólo eso, además
incorporan en sus diálogos términos como “dialéctica” a la par de prédicas
comunistas que serán reiteradas por el actor secuestrado, de “cerebro lavado”,
pero sin un ápice de inteligencia artística en su medio de trabajo, una
marioneta. Pero a no preocuparse, Mannix resolverá el entuerto, mientras
confiesa en la Iglesia
su adicción al cigarrillo y mira continuamente su reloj, como si el tiempo
acortase lo que inevitablemente ocurrirá: el desmoronamiento de Hollywood.
¿Será verdad?
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