Más y menos de
lo mismo
Por
Leandro Arteaga
La cosa viene de capa caída. O, a decir verdad,
demasiado fue lo que se infló a El Señor
de los Anillos. Lo que se lamenta es el lugar pantanoso desde el cual su
director, Peter Jackson, decide seguir el juego. El de hacer cine.
Pantano que mezcla hordas de fans que saben desde lo
más excelso hasta lo más nimio de todo lo que haya sido tocado por la varita de
Tolkien. Más la presión de quienes financian. El abandono del barco por parte
de Guillermo del Toro (quien habría dado algo de oxigenación al mamotreto). La
exageración de tres films. Y la persistencia en la duración exorbitante.
El carácter de “precuela” de este Hobbit no es más que anecdótico. Porque
en verdad se trata de una remake, con
todas las características de su predecesora, tanto a nivel producción como
dramático: siempre y cuando se atienda como válido un devenir narrativo que
suma situaciones como niveles que trascender, a la manera de un video-game.
Desde este entender, serían tres los momentos
álgidos de esta segunda entrega: el combate con las arañas, el escape dentro de
los barriles flotantes (lo mejor), el duelo con Smaug, el dragón. Al menos,
como guiño superficial hacia un cine que alguna vez Jackson supo reverenciar
mejor, los cinéfilos atentos encontrarán ecos de El increíble hombre menguante (1957) entre tantas arañas. Si bien
ateridos de travellings
interminables, de ánimo legendario asumido, ya vistos y revistos en cualquiera
de las otras entregas.
Hay momentos que son aburridísimos. Explicativos y
tendientes a hacer profusa la sapiencia verbal, con códigos que sólo los
aficionados en serio pueden descifrar: quién dominó dónde, qué pasó con tal o
cual rey, quién quiere más a quién, de dónde es la leyenda no sé cuál, etc. Lo
que no hace más que volver a El Hobbit
una película obvia, que sabe muy bien quién es su espectador modelo, y al que
ya ni siquiera interroga o sorprende. Porque este Hobbit es más de lo mismo. Pero todavía peor, porque su rango
jerárquico debiera estar por debajo de toda la serie, ni qué decir respecto de la
filmografía del alguna vez mejor Peter Jackson (su cúspide: compartida entre Braindead y Criaturas celestiales).
Se podría argüir que con presupuestos millonarios,
temáticas que son marcas registradas, un realizador tal no podría distinguir
una mirada autoral (porque Jackson, alguna vez, la tuvo). Basta pensar en Sam
Raimi o Del Toro para contradecir. También en Tim Burton. Tal vez el último
intento de hacer algo alternativo, que regresara a Jackson a sus fuentes, sea Desde mi cielo. Mejor fue King Kong, a pesar de que se la
desmerece y sigue hablando de esta interminable serie de anillos en donde, dado
el caso, la única en sobresalir es Evangeline Lilly (Tauriel), incorporada como
contrapunto de Legolas (Orlando Bloom), si bien para vender un muñequito más.
El
Hobbit: La desolación de Smaug
(The Hobbit: The Desolation of Smaug)
EE.UU/Nueva
Zelanda, 2013. Dirección:
Peter Jackson. Guión:
Fran Walsh, Philippa Boyens, Peter Jackson, Guillermo del Toro, basado en la
novela de J.R.R. Tolkien. Fotografía:
Andrew Lesnie. Música:
Howard Shore. Montaje:
Jabez Olssen. Reparto:
Ian McKellen, Martin Freeman, Richard Armitage, Orlando Bloom, James Nesbitt,
Evangeline Lilly, Luke Evans, Stephen Fry. Duración: 161 minutos.
Salas:
Monumental, Showcase, Sunstar, Village.
5
(cinco) puntos
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