La música como
ballena blanca
Alexander Panizza. Sólo
piano se proyecta en El Cairo. Una
inmersión pasional, obsesiva, en el mundo de la música y de un pianista
extraordinario. “Me interesaba mucho el retrato, casi como de un testigo” dice
Pablo Romano, el realizador.
Alexander Panizza. Sólo piano
Argentina, 2012
Dirección y guión: Pablo Romano.
Duración: 55 minutos.
Sala y horarios: El Cairo. Sábado a las 18. Domingo
a las 22.15
10 (diez) puntos
Por
Leandro Arteaga
Entre la variada programación semanal de El Cairo
Cine Público, destaca la segunda semana de exhibición de Alexander Panizza. Sólo piano, de Pablo Romano; ganador en el
último Festival Latinoamericano de Video y Artes Audiovisuales Rosario en los
rubros mejor video rosarino y mejor fotografía (Romano y Arturo Marinho), así
como título programado durante la edición 2012 del Bafici.
Romano posee una trayectoria dilatada, de búsqueda
permanente, ya situado como nombre de referencia para el ámbito audiovisual,
cuya presencia será justamente homenajeada durante la programación de la
próxima “Conecta.02, Muestra de Cine Interdisciplinaria” (del 4 al 9 de julio),
en donde se proyectarán El tenedor de R.
(1997) y Una mancha en el agua (2005).
Otra buena oportunidad para visitar sus trabajos.
Alexander
Panizza. Sólo piano
acompaña -también intuye, descubre, fisgonea- la intimidad del pianista durante
su preparación para los conciertos de la temporada 2010 que en el Teatro
Príncipe de Asturias del Centro Cultural Parque de España tuvieran a las Sonatas
de Beethoven como protagonistas. En este sentido, el recorrido del argumento
señala al piano como aspecto nodal –en tanto objeto, no sólo musical-, porque
la historia arrancará allí cuando el instrumento arribe al domicilio del
músico, mientras éste lo espera con una calma intensa, que desmiente
tranquilidad, apenas un manto sobre lo insondable. Allí es donde la cámara de
Romano se sumerge.
Ahora bien, lo que aparece cuando Panizza se
desoculta es, justamente, la música. Y el cine, como ninguna otra arte, está
allí para presenciarlo: acto de milagro, que sucede como si de una explosión
mágica se tratase. Que evidentemente está ocurriendo en toda oportunidad: mientras
Panizza lee/mira las partituras en sus manos –y las notas suenan en él-, cuando
dialoga y fuerza en palabras insuficientes lo que sólo la música permite,
cuando apela al misterio de un casete negro que guarda en la memoria pero no
sabe en cuál cajón ha quedado entre tantas mudanzas.
Allí, también la artesanía del realizador: el casete
como MacGuffin hitchcockiano, que prende en el espectador para una develación
posible pero en todo caso posterior. Entre tanto, los campos y contracampos de
diálogo entre Panizza y su esposa, o de réplica docente entre Panizza y alumno,
así como el montaje paralelo entre la música que se enseña y los juegos del
niño (en primer o segundo plano, el piano siempre suena y transita los lugares
diferentes de la casa y, claro, la vida de quienes allí habitan), o la toma
cenital que permite al teclado ser un recorrido de horizonte blanco/negro,
sobre el que los dedos del músico saben cómo y cuándo y dónde pulsar. Tanta
belleza, que en tanto sucesión de tiempo ininterrumpido, es también suspensión
misma de lo temporal: allí cuando cine y música saben cómo –paradoja esencial- coincidir.
Es por eso que cuando en la película la música es, el montaje de planos se
ausenta; por eso, el cine filma –como nadie más puede- la música.
“Él parece que lo hace todo muy simple –dice Romano
a Rosario/12-, pero detrás de eso
hay una gran construcción, un trabajo cotidiano, de todos lo días, de una
persona obsesionada con una pasión por la interpretación. Me interesaba también
ver el diálogo que se entabla con unas partituras que tienen más de doscientos
años, ver cómo ese lenguaje del romanticismo se hacía presente hoy, en Rosario”.
-Visto que
Panizza es un obsesivo, ¿cómo recibió el músico la propuesta de ser filmado
desde la intimidad?
-Es un obsesivo, pero lo es con su trabajo. Es
alguien que no toma a la música clásica como algo que está por arriba de otras
cosas, sino que es bastante desenfadada su visión de la interpretación de este
tipo de música. Cuando le hice la propuesta, le interesó muchísimo, porque
coincidíamos en muchos aspectos desde nuestras miradas. Si bien en ese momento pensé
“o me insulta o acuerda”. Yo le dije que con él sentía que su relación con las
partituras y la interpretación era la del capitán Ahab con Moby Dick, un
monomaníaco que persigue a la ballena blanca, a la que no va a poder atrapar
nunca. Pero allí es donde está la punción, en el recorrido, en el viaje, no en
el final. Y eso yo lo veo mucho en él, en tratar de encontrar el sonido justo;
es muy hermoso, me conmueve mucho.
Si la película de Romano se adentra en el mundo
Panizza desde el arribo del piano; la secuencia final tendrá que ver con salir
de allí –del hogar íntimo- para ir al encuentro, precisamente, de otro piano.
El del escenario. Pero para llegar, primero toda una sucesión de escenas y
situaciones donde el tiempo se extraña, el comportamiento físico y emocional
progresivamente comulgan, y la cámara se vuelve casi invisible, fantasma, hasta
estar ausente para quien en ese momento está por salir a escena a tocar una vez
más, pero como ninguna otra vez será.
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