Sangre muy
roja y bien spaghetti
En un registro
capaz de emular el western italiano y la mirada crítica sobre Estados Unidos,
Tarantino despliega un cine de cinefilia, con diálogos prolongados y acción
rojísima.
Por
Leandro Arteaga
¿Quién puede acordarse del italiano Sergio Corbucci
sino Tarantino? En verdad, la pregunta tiene respuesta y alternativa: el
cineasta Alex Cox (Repo Man, Sid & Nancy) ha dedicado al spaghetti western una oda literaria
imperdible: 10.000 formas de morir
(Fan Ediciones, 2011), donde detiene la mirada en Django (1966) y explica su “cruel nivel de violencia surrealista”,
así como “el simbolismo religioso del héroe con las manos heridas situando el
enfrentamiento final en un cementerio”. Fue el gran protagónico para Franco
Nero, descubierto en esta película, a la par de su antológica imagen de ataúd
con metralleta. Un montón de problemas con la censura inglesa, molesta por el
tono anticlerical, acompañaron el film de Corbucci junto a una difusa
circulación por Estados Unidos, merced –parece- al retrato del Ku Klux Klan.
Entonces, ¿cómo no generar también un clima convulso
con Django sin cadenas? Logrado esto
–y siendo Django uno de los personajes más veces revisitados por el cine- hay
una tecla justa que Tarantino pulsa. Que comunica con una esencia, digamos,
“corbucciana” en consonancia con las maneras cinematográficas del propio
director. Porque el Django de
Tarantino tiene lazo de continuidad con Bastardos
sin gloria (2009) y su despiole histórico, que tanto ha alterado a muchos:
si en aquélla se acribillaba a Hitler, aquí se ajusticia a los esclavistas.
Mixtura delirante que, atención, nunca traiciona al cine. ¿Por qué?
En Bastardos
sin gloria no hay una sola referencia cinematográfica –dicha, mostrada, o
aludida desde la narrativa- que no sea cierta, que no respete el momento
histórico y que no exprese, por ello, el parecer de Tarantino: el cine nazi de
Leni Riefenstahl, el colaboracionismo de Emil Jannings, la admiración por
Henri-Georges Clouzot. En Django sin
cadenas no sólo se asiste a la puesta al día –melancólica, postmoderna- del
spaghetti western (“amo la manera de
contar de estas películas” refirió el director) sino su asunción como manera de
entender el mundo o, lo que es lo mismo, el cine.
Es decir, no se trata solamente de “copiar”
recursos, resoluciones, vistas en tantas películas que Tarantino disfruta, sino
de asumir lo que significan, de entramar un discurso. En este sentido, observar
el proto-Ku Klux Klan que en su Django
el cineasta delinea es también espejar la construcción del encuadre desde David
Griffith y El nacimiento de una nación
(1915), película fundacional para el cine así como celebradora de la primacía
blanca. Con la diferencia de que en Django
sin cadenas el KKK no será heroico sino, palabra del film, “cobarde”,
sumiso a sus esposas, ridiculizado.
Por las dudas, recordar que la nueva película de
Tarantino propone un Django negro (Jamie Foxx), esclavo liberto con una
venganza que cumplir (nudo del cine de Corbucci). Su compañero de andanzas es
el doctor King Schultz (Christoph Waltz), falso dentista en quien se esconde un
caza recompensas taimado, que encuentra en el esclavo la posibilidad de
identificar a varios forajidos. A partir de allí, el acuerdo para la ayuda con
Django, el rescate de su esposa, los ajustes de cuentas. En medio de ello, el
cruce al que obliga la figura de Calvin Candie, un adicto a los mandingos (referencia
obligada, aquí, hacia la película Mandingo,
1975, de Richard Fleischer) que Leonardo DiCaprio interpreta con finura
grosera, de dientes manchados de tabaco.
En él se cifran, así como en el notable Christophe Waltz, muchos de los
diálogos casi interminables del film. Que han encontrado en el cine de
Tarantino una suspensión temporal rara, demasiada, que anuncia un efecto
estallido de duración corta.
Cuando la explosión aparece, los cuerpos revientan
como bolsas de tomate, con sonidos semejantes. Tan delirantes como el soplido
sonoro que acompaña cada zoom de la
cámara, tan frecuentes en aquellos westerns. Respecto del primer aspecto,
señalar que sí, que la película es violenta, pero desde la referencia hacia un
verosímil de sangre imposible, cowboys interminables, balaceras dementes; en cuanto
al segundo término, podrá argüirse con razón que una película no es “B” ni
“spaghetti” si lo que hace es emular de manera pretendida aquellas formas,
consecuentes con un contexto irrepetible.
Pero, a esta altura, en Tarantino hay una obra
dentro de la cual su Django sin cadenas
es un eslabón más, acorde con una época distinta, y en la cual cada vez más
brilla, capaz como es de abordar –desde el rejunte, la mixtura, la cinefilia-
el cine noir, el surf, las artes
marciales, el blacksplotation, la
guerra, el western. Su violencia es, ahora sí –antes quizás ambigua- nada
ingenua, encarnada en la figura de un héroe oscuro, que sabe muy bien “cómo son
los norteamericanos”.
La música, que pasa por Luis Bacalov (Django), Franco Micalizzi (Trinity) y, por supuesto, Ennio
Morricone, incluye una composición original de este último, notable músico.
En suma, un disfrute que contagia porque, se nota,
quien ha disfrutado con cada encuadre, transición entre toma y toma, y
salpicaduras de sangre, ha sido el propio director.
Django
sin cadenas
(Django
Unchained) EE.UU.,
2012. Dirección
y guión: Quentin Tarantino. Fotografía:
Robert Richardson. Montaje:
Fred Raskin. Intérpretes:
Jamie Foxx, Christoph Waltz, Leonardo DiCaprio, Samuel L. Jackson, Kerry
Washingto, Don Johnson, Franco Nero. Duración:
165 minutos.
Salas:
Monumental, Showcase, Sunstar, Village.
8
(ocho) puntos
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