miércoles, 15 de junio de 2016

Cena con amigos (Santullo/Vergara) (Puro Comic, 2016)



Una cena de estructura perfecta

La historieta de Santullo y Vergara conoce nueva vida en una edición local. Una cena entre amigos neuróticos, con secretos inconfesables. Un ritmo narrador perfecto, de un clima sórdido y casi amigable.

Por Leandro Arteaga

La nueva edición de la historieta Cena con amigos, por parte del sello rosarino Puro Cómic, merece varias consideraciones. En primera instancia, porque se trata de un clásico. Así lo conciben lectores y críticos, al situar la historieta del tándem compuesto por el uruguayo Rodolfo Santullo (guión) y el nicoleño Marcos Vergara (dibujo) como piedra de toque dentro del panorama reciente de la producción en cuadritos.
El libro que primero compiló esta cena de entuertos –con matices que identifican y miedos que se proyectan en todo lector– lo hizo en 2009, a través del esfuerzo de las editoriales Belerofonte y Loco Rabia, sellos respectivos de Santullo y Vergara. Pero, antes bien, el lugar de origen fue digital, en ese sitio web nodal para el género que continúa siendo Historietas Reales.
Después hubo una edición española, con alteración del formato apaisado a vertical. Esta misma disposición es la que retoma el álbum de Puro Cómic. Además, con prólogo de Elvio Gandolfo, donde se lee: “siempre me importa mucho la estructura, el movimiento de los bloques narrativos. Y acá la estructura es perfecta”; para más adelante señalar que la colaboración entre guión y dibujo es de un “encastre perfecto”, y que “es la clave misma de eso que se llama historieta y que, en el fondo, sólo ocurre con esta forma de arte, totalmente original”.
Cena con amigos apela, desde el título, a una reunión que será momento decisivo, donde todo confluirá para también desgajarse. El escenario es Montevideo, y sus personajes no son nada ajenos a los de por acá. Seguramente, el logro del verosímil tenga que ver tanto con la mirada uruguaya del escritor como con la vena porteña del dibujo. La confluencia beneficia al cómic y aporta al logro de un clima enrarecido, que el propio Gandolfo, de vida también uruguaya, no duda en calificar de cínico.
Es por eso que será mejor no confiar demasiado. En todo caso, lo que se cuece entre estos amigos de años esconde bastante. La cena del título será momento de reunión, de celebración, pero también fusible para el desgaste último. En este sentido, vale comparar la situación con cierto tipo de “fiestas” o rituales vernáculos, cuyas actitudes barbáricas dejan estupefactos hasta a sus partícipes. El problema con la cena de estos amigos uruguayos será el saldo, así las cosas, de un muerto.
¿Quién se muere? ¿Por qué? Mejor leer, porque lo que asoma luego de las setenta páginas es un concepto narrador capaz de doblarse sobre sí. Al hacerlo, resignifica los vínculos entre estos amigos y amigas. Quien oficia como gatillo, desde ya, es el finado. En un primer momento, la impresión que arroja cada personaje parece fácilmente rastreable, pero luego resulta que no, que nada es lo que parece porque todos tienen algo que ocultar, y la develación gradual o parcial de quién es quién, culminará por afectar la percepción general.
De acuerdo con esto, es atenta la manera desde la cual ciertos planos detalle permiten graficar gestos que encierran mucho más que lo visto, como intenciones que están latentes y que se valen de subterfugios. El deseo, de esta manera, es el vínculo impaciente, con mayor o menor suerte, con sus protagonistas presos de decisiones quizás desafortunadas, seguramente neuróticas. El cometido, el objeto amado, es inconfesable. Secretos semejantes, tolerables en sueños o chistes, mejor que queden escondidos, cueste lo que cueste.
Que Santullo y Vergara narren algo semejante, con artilugios que remiten a una comedia de enredos, con tinte de melodrama, no hace más que señalar de manera mayúscula a Cena con amigos. Historieta que significa, de hecho, una relación artística que ha continuado con otros títulos, como Valizas, La comunidad, El oro del Zar. Dos grandes historietistas, cuyos rasgos de valía no dejan de sobresalir en la historieta contemporánea.

El abrazo de la serpiente (2015, Ciro Guerra)



El río que es como una anaconda


Entre la recreación histórica y el mito, la película colombiana se sumerge en el Amazonas. La música y los idiomas, la violencia y la religión. La visión mística y un mundo que desaparece.

El abrazo de la serpiente
(Colombia/Argentina/Venezuela, 2015)
Dirección: Ciro Guerra. Guión: Jacques Toulemonde, Ciro Guerra. Fotografía: David Gallego. Música: Nascuy Linares. Montaje: Etienne Boussac. Reparto: Brionne Davis, Nilbio Torres, Antonio Bolívar, Jan Bijvoet, Nicolás Cancino, Yauenkü Migue, Luigi Sciamanna. Duración: 125 minutos.
8 (ocho) puntos

Por Leandro Arteaga

Hay una afinidad dual en El abrazo de la serpiente. Responde a la necesidad de su puesta en escena, de una claridad formal que asombra, rodada como está en el Amazonas colombiano, entre su forestación bella y terrible. Rasgo que la asemeja, como experiencia física, al cine del alemán Werner Herzog. Pero antes bien, de lo que acá se hablaba es de la dualidad.
En principio, podría pensarse la cuestión desde las instancias que son el inicio y el final, como extremos que se tocan porque de lo que se trata, dada la figura que el título propone, es de una serpiente. La boca que muerde su cola conforma el ciclo, para que la historia pueda ser contada otra vez, al volver indisociables el desenlace y su comienzo. De este modo, la película del colombiano Ciro Guerra encuentra su estructura –su mirada de mundo, su puesta en escena–, al emparentarse con un relato mítico, de pleito inevitable con el saber científico del hombre blanco.
Lo que allí anida, entonces, es un relato bifurcado, que se sostiene a través de dos investigadores verídicos –Theodor Koch-Grünberg y Richard Evans Schultes–, cuyo relevo de información ha permitido arañar algo de lo mucho que no se sabe acerca de tantos pueblos originarios. El film de Guerra recrea/mitifica a los científicos y articula sus viajes a través del diálogo temporal que hilvana la figura de Karamakate, un chamán que vive solo, como un vestigio de lo que ha sido porque, parece, presiente lo que finalmente sobrevendrá (en todo caso, esto es algo que podrá desprenderse de la totalidad del film).
Karamakate será, a su vez, dos personas: una de ellas, joven y desafiante (Nilbio Torres), en compañía del alemán Koch-Grünberg (Jan Bijvoet); la otra, más añoso y templado (Antonio Bolívar), a la par del norteamericano Schultes (Brionne Davis). Situación que resulta en clave espejada, que también se piensa desde el mismo paso del tiempo en la persona que es eje del relato. En este sentido, el film vuelve casi indistinguible el lugar desde el cual situar su piedra de toque temporal; es decir, ¿la película hace pie a partir del joven o del viejo Karamakate?
Mejor todavía, es la interrelación entre ellos lo que puede percibirse, a través de la alteración temporal que el montaje permite, sin pauta cronológica estricta, si bien con episodios que evidencian un antes y un después. De todas formas, lo que está en juego es la imagen devuelta. Tanto la visita del alemán como la del estadounidense, separadas en el tiempo, son guiadas por el interés en la planta sagrada que se denomina yakruna. Sólo Karamakate puede arribar a su encuentro, no sólo como destino por el que se esmeran los dos científicos, sino por la necesidad del recuerdo que supere al olvido. El recuerdo es el móvil del chamán viejo, preocupado por un saber que se está escapando con él. La planta alucinógena espera paciente; y de acuerdo con la propuesta formal, serán dos apariciones diferentes las que le tengan por protagonista.
De esta manera, El abrazo de la serpiente se enrosca sobre sí en su propuesta temporal, porque posee una comprensión del tiempo que no es meramente cuantitativa, sino acorde con la percepción de una vida que equivale a la de muchos pueblos, cuyas culturas han sido vejadas, sometidas. Este es el lugar mayor del film colombiano, porque lo aleja de declamaciones o bajadas de línea con mensaje, mientras articula una concepción de mundo (y del tiempo) a la que logra hacer comulgar con el montaje cinematográfico.
No faltarán los momentos más crueles, también grotescos. Si los idiomas indígenas guardan una musicalidad casi indescifrable, las lenguas más cercanas al espectador –español y portugués–, son las que saben pronunciar la palabra “caucho” con un esmero distinto. Lo evidencia el momento del cuchillazo sobre el árbol, de cuya corteza comienza a brotar el líquido blanco. La relación sígnica con la espalda del niño, herida a latigazos, promueve el uso de otra violencia. No será casual que quien responda a esta humillación, pero de un mismo modo, sea Manduca (Yauenkü Migue), el esclavo o asistente del alemán, alguien nada indiferente a las enseñanzas de estos blancos locos. El gesto no es menor, está claro, ya que acentúa en el “mestizo” una crisis que no podrá ser resuelta. Es por esto que también Manduca cumple una función dual en la película, atrapado como está en su identidad doble.
El episodio señalado ocurre durante una noche de descanso, en la misión donde reina el terror de un religioso capuchino. Ese mismo lugar será revisitado, ahora en manos diferentes, con un lunático que se cree encarnación divina, para terminar ofrendando su propio cuerpo a los dientes de sus súbditos. Las dos son variaciones de una misma sujeción, ante las cuales el chamán emplea su paciencia furibunda. Porque de lo que se trata es de poder consumar su historia personal, para cumplir con el término del ciclo. Ahora, más que nunca, es necesario recordar lo que se es, porque tal como le dice al alemán: “Su ciencia sólo conduce a esto: la violencia”.
Párrafo aparte merece la dirección fotográfica de El abrazo de la serpiente, de un blanco y negro que hace olvidar la supuesta necesidad del color. La selva aparece como un abismo, también hermosa. Los sonidos de este mundo invaden al espectador entre murmullos de agua y animales. La única intrusión blanca que es acorde está en la música, allí cuando un gramófono despida un sonido que haga a Karamakate prestar una atención particular: la música es capaz de hablar por encima de todos los idiomas.
El abrazo de la serpiente ha sido premiada en el Festival de Cine de Mar del Plata como Mejor Película, además de ser nominada en la categoría Mejor Film Extranjero en los últimos premios Oscar.

45 años (2015, Andrew Haigh)



El fantasma de tiempos pasados


Con interpretaciones magistrales, 45 años aborda la crisis de una pareja. El fantasma de una antigua relación, los celos y el disimulo. Un guión preciso, donde los pequeños detalles articulan miedos mayores.


45 años
(45 Years)
(Reino Unido, 2015) Dirección: Andrew Haigh. Guión: Andrew Haigh, a partir del cuento de David Constantine. Fotografía: Lol Crawley. Montaje: Jonathan Alberts. Reparto: Charlotte Rampling, Tom Courtenay, Geraldine James, Dolly Wells, David Sibley, Sam Alexander, Richard Cunningham. Duración: 95 minutos.
8 (ocho) puntos

Por Leandro Arteaga

Las mujeres fantasmas son irrebatibles. Ahí está el cine para corroborarlo: ha sido temática preferencial de Alfred Hitchcock en La dama desaparece y Vértigo. El cine negro la ha invocado en títulos como La dama fantasma, de Robert Siodmak, y Laura, de Otto Preminger, inscriptas en un año sintomático: 1944. Luego vendría Trágica sospecha (1951), de Robert Wise, con el horror de los campos de extermino como herencia irresoluble. Tal es la línea sugerida también por esa obra maestra reciente que es Ave fénix, de Christian Petzold.
Ahora bien, al hablar de maestros, Hitchcock otra vez. De entre su cine de mujeres inasibles, destaca Rebecca (1940), sombra terrible que acecha sobre los designios de la pareja que conforman Laurence Olivier y Joan Fontaine. Rebecca descansa entre las habitaciones y pasillos de Manderley, esa mansión en donde un ama de llaves custodia la memoria y presencia de la muerta.
En este sentido, 45 años propone una variación cercana, pero con el tiempo ya sucedido. “¿Recuerdas? Te he hablado de Katya”, le dice Geoff a Kate (Tom Courtenay y Charlotte Rampling). La carta intempestiva marca el inicio, el quiebre, la develación de la mirada sesgada. Que Katya haya sido relegada a algún rincón oscuro, no significa que hubiese desaparecido. Ese lugar, de hecho, tiene en la casa de esta pareja su recoveco en el altillo, allí donde Geoff guarda memorias dentro de cajas, papeles y diapositivas. “¿Por qué no nos hemos sacado fotografías?”, preguntará Kate.
La misiva, efectivamente, arriba desde otro tiempo, en otro idioma. Su lectura fuerza a Geoff a balbucear un alemán que no recuerda, pero que en algún lugar suyo todavía anida. Kate le ayuda, pero hay gestos que la traicionan, retraen, que dicen que no quiere hacer lo que fatalmente invoca. Katya es el amor de un tiempo lejano, que surge de manera inmaculada, desde la imagen intacta: la carta informa sobre el hallazgo de su cuerpo, congelado en un glaciar, desde el día del accidente fatal.
Geoff altera su habla, sus lecturas –Kierkegaard vuelve sobre sus preocupaciones; Kate le reprocha tal inutilidad: “hay por lo menos tres ediciones de ese libro, nunca superas los primeros capítulos”–, el cigarrillo se apodera de él otra vez. El tiempo se extraña, los días dejan de suceder tal como lo hacían, mientras la cuenta regresiva sobre la fiesta, de apenas una semana, sucede.
De este modo, 45 años dramatiza la superposición entre un tiempo cuantitativo y otro subjetivo: a partir de la madeja desovillada de recuerdos que el cuerpo inerte de Katya provoca. Así, los intertítulos recuerdan el paso del tiempo a través del nombre de los días, mientras Geoff desvaría entre los paseos a solas, la vitalidad sexual, y la posibilidad de viajar al encuentro con su otrora amada.
Kate le persigue, le vigila. Pide consejos, sabe que hay algo que se ha despertado de manera inesperada. La semejanza de su nombre con el de aquella, acentúa la simetría. Por esta referencia, 45 años merece también ser pensada a partir de Vértigo, donde James Stewart habrá de vestir y adornar a Kim Novak hasta lograr la superposición entre la realidad y su fantasía. La Novak lo vive de manera quebrada, a sabiendas de tener que dejar de ser quien es para estar con él. Así como Stewart, el Geoff de Courtenay naufraga desesperado, perdido y enamorado de otra mujer. Entonces, mejor será entender que 45 años no es un film sobre la crisis repentina de un hombre, sino sobre la crisis repentina de esta mujer.
Es ella quien finalmente descubre en su compañero de vida una mirada atrapada en otros ojos, cuya captora descansa indemne en su agonía de tiempo detenido; así como en esas fotografías que se empecina en descubrir, y que encierran más, como si fuese el impacto final, de esos que hacen temer a estos fantasmas. Será a la manera de un golpe de gracia, luego de que su perfume invada los ambientes de esta casa donde el dominio fuera sólo de ella, tal vez ilusoriamente.
Es por eso que la canción “Smoke gets in your eyes”, de Los Plateros, será prólogo y epílogo del drama. Primero desde su alusión, como elección para esa fiesta en donde celebrar, entre otras cosas, con la canción preferida; después, como reversión de lo sucedido, como mirada romántica quieta ante el humo que finalmente se disipa. Para hilvanar ambas instancias, 45 años apela a detalles numerosos, que habrán de llevar la relación entre Kate y Geoff al momento límite, como formas que ambos alternan para sostener, así, lo que deben parecer: una pareja feliz.
Es destacable la caracterización conjunta de Rampling y Courtenay, desde matices que se tocan de maneras ambiguas, a partir de la rutina, a partir del cariño. Son dos intérpretes soberbios, sin reemplazo posible. Las miradas ladinas de ella, el caminar desasosegado de él. Es un film de momentos íntimos, en donde el espectador está invitado a participar pero sin entrometerse, a través de dilemas que merecen silencio, pesar, malestar. Con la ironía puesta en la vida como tiempo sucedido, en su angustia, con las experiencias que no pudieron ser de otro modo.
Cuando Kate se detenga en la curiosa coincidencia de fechas entre la muerte de su madre y la de Katya, hay algo más que rebota y no se aplaca. Casi como si luego de este suceso, no hubiese habido en ella nada más que Geoff. La desorientación –tal vez, mutua- tendrá en la celebración su momento mayor, sometidos como lo estarán a la mirada pública, al rito social.
Una vez allí, el discurso de Geoff será momento soberbio. La manera desde la cual el gran Tom Courtenay lo interpreta (ese actor mayúsculo, rostro del cine inglés de vanguardia, elegido por notables como Tony Richardson y Joseph Losey), con maneras vocales que dan énfasis y que simulan pero, finalmente, se abren al sentimiento, logran la síntesis de este film destacable, al caminar sobre un límite difuso, sin aportar la pieza última que explique sino, antes bien, al localizar el drama en la intimidad del espectador, a partir de un primer plano desmembrado, sólo posible en esa actriz única que es Charlotte Rampling.

Secretos del Mar Dulce. Una historia de Santa Fe La Vieja (2014, L.Ruatta/I.Oleksak)



Lo que le cuentes al río le llegará


Secretos del Mar Dulce. Una historia de Santa Fe La Vieja
(Argentina, 2014)
Dirección: Lautaro Ruatta, Iván Oleksak.
Guión: Lautaro Ruatta.
Coordinación General: Cecilia Vallina.
Producción General: Paula Valenzuela.
Investigación: Matías Torres Gollán, Francisco Zanotti, Lautaro Ruatta, Alan Valsangiacomo.
Fotografía: Pablo Martínez.
Montaje: Iván Oleksak.
Reparto: Paloma Martínez, Agustina Rosica, Camilo Gaspoz, Lautaro Ruatta, Javier Bonatti, Silvana Montemurri, Elbio Pieroni, Sergio Gullino, Luis María Calvo, Alicia Talsky, Gabriel Cocco, Paula Busso, Juliana Frías, Lucía Molina, Mercedes Valdés, Reynaldo Cardozo.
7 (siete) puntos

Por Leandro Arteaga

Es el siglo XVI, y el escenario y argumento ubican la narración en la histórica Santa Fe La Vieja, ahora Cayastá. Hay voz en off que viene de tiempos remotos, como ecos que todavía rebotan. Alguien escuchó algo, encontró objetos. Todo esto como testimonio que legar. Desde un más allá de centurias, con protagonistas que han vivido por acá nomás, pero sin embargo descansan en un tiempo lejano. El juego del abuelo a la nieta, comienza.
Acá el inicio de la aventura, con arqueología, historia, museos, y niños que investigan. Se trata de Secretos del Mar Dulce. Una historia de Santa Fe La Vieja, telefilm de Señal Santa Fe, con dirección de Lautaro Ruatta e Iván Oleksak, rodada en las locaciones del Parque Arqueológico Santa Fe La Vieja. Está disponible en la plataforma online de El Cairo Cine Público (http://www.elcairocinepublico.gob.ar/), y vale la pena reparar en la película ya que, entre otros méritos, cuenta con la obtención de un Fund TV en 2015 al mejor documental unitario.
El film de Ruatta y Oleksak indaga en la historia santafesina desde un propósito ameno, con predilección por la mirada inquisitiva, curiosa, de la niñez. En este sentido, el parámetro remite al mundo lúdico de películas como Los Goonies o, antes bien, al imaginario juvenil contenido en colecciones literarias como la Robin Hood de Acme. Todo esto desde la alternancia temporal que permite el montaje paralelo, para dar cuenta de un episodio histórico e imaginario –situado en 1566-, con personaje desertor y otro sumiso a la corona española; más la intermediación supuesta por el abuelo pescador; y la articulación final con esa nieta que tendrá la oportunidad de llevar adelante el protagónico aventurero.
Para ello, la pequeña unirá fuerzas con un primo y una amiga. Los tres, ahora sí, rumbo a la promesa de esta carta misteriosa, con frases en clave, términos sesgados y contenido cifrado. A partir de allí, el camino se deconstruye y es la misma tecnología la que comienza a dar pasos en retirada: del chat a los libros, y de allí a los manuscritos. El viaje en el tiempo ha comenzado.
Lo que se enhebra, en última instancia, es la fascinación por contar la historia, la de la provincia y región, contenida en la fundación de su ciudad capital. Hay que escuchar a los que saben, porque investigan y habitan para ello entre paredes de museos y archivos. Los pibes van y preguntan, para dar a Secretos del Mar Dulce una entonación de documental más tradicional, con testimonios y documentos. Pero todo esto a partir de ese armazón mayor que es la ficción y que, como tal, aporta el encanto de su relato para hacer fascinante lo que, desde lo estatuario de ciertas tradiciones, parece aburrido.
En este aspecto, el telefilm da cuenta de una preocupación que es la de actualizar un interés con eje en el legado generacional, en la supervivencia de la memoria. Hay un registro que hace foco en lo institucional, en su necesidad, pero también en el nexo entre las personas, único modo de dinamizar, vitalizar, lo que de otro modo pareciera osificarse.
Son tantas, por eso, las historias que guarda el terruño santafesino, que es imposible pensar que allí no aniden misterios y tesoros por encontrar, con los que temer, asombrarse, maravillarse y penar. La vida de los pueblos originarios tiene acá el lugar desolado, el del pueblo sometido, vejado, dedicado a trazar estéticas de identidad en vasijas que sobrevivan al espanto. Los restos aparecen, esparcidos, como si la tierra los diera a la superficie como respuesta a promesas. Son pedacitos de un mundo que ha sido, si bien pasible de ser, aunque sea, sentido para así saber por qué se habita donde se vive.
Como si se tratara de una unidad orgánica, en donde el pasado repercute sobre el presente y arroja flechas hacia el después, las líneas argumentales de Secretos del Mar Dulce se tocan a partir de una vasija, una muñeca, una carta. Elementos que cumplen el rol de permitir la acción, pero también de comunicar las partes alejadas en el tiempo, pero coincidentes con un mismo tejido social.

martes, 17 de mayo de 2016

Hijos nuestros (2016, Juan Fernández Gebauer, Nicolás Suárez)



Con el fútbol como telón de fondo


De claridad formal, inteligente y profunda, Hijos nuestros retrata la soledad de un hombre, con el fútbol como compañía. Una puesta en escena precisa, con momentos sobresalientes.


Hijos nuestros
(Argentina, 2016)
Dirección: Juan Fernández Gebauer, Nicolás Suárez. Guión: Nicolás Suárez. Fotografía: Pablo Parra. Montaje: Alejandro Carrillo Penovi. Música: Fernando Martino, Matías Schiselman. Reparto: Ana Katz, Carlos Portaluppi, Daniel Hendler, Valentín Greco, Germán De Silva. Duración: 87 minutos.
8 (ocho) puntos

Por Leandro Arteaga


Con el fútbol como escenario protagónico, Hijos nuestros podría pensarse como una variación remozada de los tres berretines; en tal caso, cabe preguntarse cuáles serían los lugares actuales de los otros dos: tango y cine. Por el lado de este último, el gran ejemplo lo aporta la misma película, ópera prima de la dupla Juan Fernández Gebauer y Nicolás Suárez, cuya solidez formal la hace sobresaliente.
Su inicio ya es concepto de puesta en escena suficiente: la calle, el taxista ensimismado, una entrevista bizarra por radio –de esas en donde el fútbol está sin serlo, como un condimento más en ciertas comidillas disfrazadas de periodismo de espectáculo-. De pronto habrá también pasajeros, pero sin una continuidad clara, podrían ser imágenes de un recuerdo. En todo caso, lo que se presiente es un dilema, con el protagonismo absoluto de este actor enorme que es Carlos Portaluppi.
Es en él donde Hijos nuestros ahonda. Dentro de su desazón y a partir de su corporeidad, capaz de rellenar automóvil y pantalla. Porque hay algo que este hombre siempre sentado esconde. Hasta que Silvia (Ana Katz) irrumpe, con su hijo de 12 y el fútbol. A partir de un torneo de barrio donde el pibe se luce y, quién dice, quizás hasta tenga condiciones. El escenario es el barrio de Boedo, donde San Lorenzo es pasión y basta su mención para hacer comulgar tanto al santo como al club, con esa intermediación de coyuntura que es el papa.
Todo esto, eso sí, desde un guión donde hay rasgos y gestos de moderación progresiva, meticulosa, que informan de modo sesgado sobre quién es –quién ha sido- Hugo, este taxista que mastica palitos de la selva como cigarrillos mentidos, cuya seguridad sobre lo que el fútbol es –una jungla, en donde más vale escapar a la mirada del árbitro para ganar- le permite impartir lecciones pragmáticas al pibe. A partir de él, y junto con él, todo un contexto se abre y problematiza, sin perder de vista que, aún cuando Hugo parezca un fusible dañado, la sociedad donde convive no está menos traumatizada, así como atravesada de contradicciones que prefiere ignorar.
Por ejemplo, y se trata de un momento magistral: cuando Hugo y Silvia comparten la cena, la ventana del bar les recorta desde el interior mientras, al fondo del cuadro, se distingue el hipermercado, de marca reconocida, multinacional. En el mismo lugar donde supo estar el Viejo Gasómetro. La alusión completa, por otro lado, una escena previa, donde el diálogo mencionaba a la última dictadura militar como razón de fondo de aquella expropiación. El cine es montaje, la relación entre las partes provoca imágenes diferentes, que el espectador agregará. Toda Hijos nuestros promueve esta lección estética, por eso es una gran película.
Otro ejemplo: el diálogo cifrado entre Hugo y el entrenador de inferiores, en un taller mecánico (todo un hallazgo, la vida laboral de este personaje necesita de algo más, el fútbol no satisface a todos por igual). Lo que se dice oculta más que lo que se escucha. Subterráneamente pasan otras cosas, que conectan con el pasado y la relación de estas personas. En algún momento, algo que se parece a una cachetada cariñosa, pero cachetada al fin, rubrica el encuentro. Más adelante, habrá réplica, reacción, sin que se altere la propuesta velada, de celos de años, que más vale intuir antes que saber.
A partir de estos recursos, la participación argumental del fútbol surge como expresión compleja, en donde coinciden el encuentro social pero también su alienación. En todo caso, se trata de un ejemplo deportivo superlativo, que encierra mucho más que lo supuesto, al ser capaz de decir sobre lo vivido a través de cánticos y broncas barriales, todavía en fricción con la manipulación empresaria y mediática, corporizada en esa entrevista radial con la que el film elegía su comienzo.
Por otra parte, es admirable cómo el vínculo entre Hugo y Silvia apunta hacia un lugar dramático que el film no se preocupa por resolver desde el devenir habitual. En todo caso, si bien Hijos nuestros se perfila desde una estructura cuyas maneras narrativas el espectador sabrá reconocer, no tarda en torcerlas hacia imprevistos, que se corresponderán con los minutos iniciales aludidos, en donde Hugo está consigo mismo, en pleno debate, puesto que de lo que se trata es de “poner huevo”: arenga de todo hincha, él no es la excepción. Pero ahora el fervor o insulto se le vuelve en contra, lo golpea. Es el momento en donde la decisión proyectará, o no, a quien la vive. Tal vez, Hijos nuestros sea una película dedicada a recrear esa situación límite, profunda, de cambio cualitativo. Que lo haga con fútbol, mística de feligreses y habladores de bares, no hace más que engrandecer su apuesta, conciente como es de jugarla desde estos parámetros reconocibles, de adhesión masiva.
Además, se trata de un cometido estético logrado porque las diferentes partes de la película están en consonancia. En lo relativo a las caracterizaciones, no sólo por el gran Portaluppi, sino también por la calidez (de madre, sola, de trabajadora) de Ana Katz y la “naturalidad” –si es que hay algo semejante- de Valentín Greco, un pibe que actúa mejor que nadie porque, justamente, no actúa. Es todo un hallazgo. Aporta a la dinámica de los personajes como engranaje, capaz de ser el adolescente de los desmanes, el fanático de la pelota, el niño atento y algo irreverente.
Finalmente, la celebración de la liturgia religiosa es el gran momento de la película. Para llegar allí, hay que haber transitado por todos los andariveles del relato, hay que haber aceptado la fascinación pendiente del penal, hay que haber vivido el grito de gol y manejado durante horas con sueño. Todo puede ser posible. Que sea una celebración religiosa no quita que también podría tratarse de un partido de fútbol.
Por todo esto, mejor no confundir antes que caer en esa vorágine fácil, que simplifica con titulares o puntajes adocenados. No es una película sobre los sentimientos de un hincha de fútbol o similares, sino su revés. Se trata de un hombre solo, casualmente hincha de fútbol. Detenerse en este aspecto es no hacerlo con el abismo de su protagonista. Más allá de que Hijos nuestros también sea, claro, un film de un berretín insoslayable.

¡Salve, César! (2016, Joel & Ethan Coen)



El feliz desmoronamiento del cine


Con astucia, colores vivos y alegorías, ¡Salve César! mira con ironía a Hollywood. Personajes estrafalarios, alguno más o menos digno, persecuciones ideológicas y grandes películas.

¡Salve, César!
(Hail, Caesar!)
Estados Unidos, 2016. Dirección y guión: Joel y Ethan Coen. Fotografía: Roger Deakins. Montaje: Roderick Jaynes. Música: Carter Burwell. Reparto: Josh Brolin, George Clooney, Alden Ehrenreich, Ralph Fiennes, Jonah Hill, Scarlett Johansson, Frances McDormand, Tilda Swinton, Channing Tatum. Duración: 106 minutos.
9 (nueve) puntos

Por Leandro Arteaga

Cuando el cine visita al cine, o cómo una película puede ser agente metalingüístico del mismo e intrincado laberinto fílmico en el que se inserta. En última instancia, Hollywood sabe cuándo y de qué maneras contar su historia, con conveniencia y astucia, sin evitar que otros interesados puedan revisitarla. (Es cierto que hasta ahí nomás, Kenneth Anger no ha publicado una tercera parte de su Hollywood Babilonia por temor a las demandas.) Entre estas dos premisas se sitúan los hermanos Joel y Ethan Coen, sea por su inserción en la industria, pero sin perder la mirada marginal, de cuño independiente, que le han situado como artífices del mejor cine contemporáneo.
Dentro de su filmografía, el cine negro es la categoría ejemplar: ya patente en el primer film, Simplemente sangre, con continuidad en otros: De paseo a la muerte, El hombre que nunca estuvo, Fargo, Sin lugar para los débiles. También presente en el clima de ensoñación rara propuesto por El gran salto, con reminiscencias al cine de Frank Capra.
Seguramente, el título que mejor expone esta manera particular de hacer cine, que ha hecho de estos hermanos figuras referentes y autorales, sea Barton Fink. El gran cine de los años ’40 aparecía como telón de fondo para la crisis de un dramaturgo devenido guionista, nada peor. Un enrarecimiento gradual envolvía a personaje y espectadores en este film magistral. Si se contrasta aquellos tonos oscuros, caídos, con los alegres valores saturados –símil technicolor- de ¡Salve César! y sus años ‘50, aparece una paradoja perfecta, que delinea el trazado cinematográfico que surge al contemplar las dos décadas.
En este sentido, vale destacar que es el gran Roger Deakins quien sigue a cargo del apartado fotográfico, así como en Barton Fink, y que si hay algo que éste sabe capturar, es la ironía festiva de los hermanos. Por eso, a no creer demasiado en el clima de luz cálida y brillos que la nueva película de los Coen ofrece sino, antes bien, en lo que repta por debajo. El cine negro, otra vez, toca con astucia una nota de angustia.
Es decir, los años ’50 son parte de lo que se entiende como “época dorada”, pero también son el momento de la caída, de la debacle de Hollywood. La televisión está tomando el relevo, en consonancia con el clima moral conservador. No falta, en este sentido, una oferta que seduzca a Eddie Mannix (Josh Brolin), el ejecutivo que sabe cómo lidiar con los caprichos, desmanes y talentos, de las estrellas y producciones fílmicas. Mannix es una especie de salvavidas que mantiene a flote lo que no se sabe cuánto más durará. Otro ofrecimiento de trabajo le mantiene en vilo, porque le significaría el retiro de este mundo “frívolo”, tal como le dicen. El diálogo tiene lugar en un restaurante, exótico, con una ventanita que media entre los actores y oficia como falsa vista al mar.
Pero previamente, atención, los Coen se regocijan en la recreación de un momento musical acuático, con reminiscencias a Busby Berkeley y Esther Williams, acá en la piel de una Scarlett Johansson iracunda, un deleite. Lo que aparece majestuoso, como homenaje sentido a esa fuga a mundos imposibles que los musicales de la MGM significaban, no deja de rebotar contra esa ventanita huraña, de corset televisivo, que apretará lo que en la gran pantalla es gran espectáculo.
En este sentido también significa el momento musical superlativo, que corta al film como momento de celebración, en donde marinos sin mujeres lamentan su última noche en tierra con pasos de baile y referencias gay. Quien guía el asunto es Channing Tatum, y lo hace a partir de una coreografía con escobillón –guiño a Fred Astaire- y vestuario que replica los que usaran Gene Kelly y Frank Sinatra en Un día en Nueva York. Está claro que ¡Salve, César! está plagada de referencias cinéfilas, y lo hace desde la admiración a un cine que ya no se hace. Grandilocuencia y artesanía que no esconde, por otra parte, los entresijos raros, siniestros, entre los cuales ocurre verdaderamente la película de los Coen.
De esta manera, y de modo inevitable, el macartismo de la época es transgredido en ¡Salve, César! como asunción literal de sus bravuconadas paranoicas, al instrumentar un comando de guionistas comunistas que secuestran a un actor estrella (George Clooney), artífice principal de la película de romanos en cuestión: una recreación monumental de los tiempos de Cristo –así como se anunciaba la misma Ben-Hur, nada casualmente en tren de remake, por estos días-, cuyo pase privado omite la representación divina porque, para eso, mejor que Mannix hable con los representantes de los diferentes credos y encuentre un acuerdo compartido. El momento es magnífico, debe verse.
En suma, y entre tanto más, ¡Salve, César! oscila entre la admiración por el Hollywood del siglo pasado, la denuncia de sus artimañas políticas y cómplices, y la pregunta sobre el devenir del cine (acá está el interrogante mayor, que nada tiene de paródico mientras dice sobre el momento actual del séptimo arte). Allí donde la voz en off alerta sobre la función catártica, de letargo social del cine, habrá que leer sin la sorna adrede. Hollywood produce un adormecimiento manipulador, sólo los Coen son capaces de decir algo semejante. No sólo eso, además incorporan en sus diálogos términos como “dialéctica” a la par de prédicas comunistas que serán reiteradas por el actor secuestrado, de “cerebro lavado”, pero sin un ápice de inteligencia artística en su medio de trabajo, una marioneta. Pero a no preocuparse, Mannix resolverá el entuerto, mientras confiesa en la Iglesia su adicción al cigarrillo y mira continuamente su reloj, como si el tiempo acortase lo que inevitablemente ocurrirá: el desmoronamiento de Hollywood.
¿Será verdad?

Guaraní (2015, Luis Zorraquín)



El río de los idiomas parecidos


Guaraní
(Argentina/Paraguay, 2015)
Dirección: Luis Zorraquín. Guión: Luis Zorraquín, Simón Franco. Fotografía: Diego de Garay. Música: Pablo Borghi. Montaje: Nelo Bramuglia. Reparto: Emilio Barreto, Jazmín Bogarín, Silvia Baylé, Hebe Duarte. Duración: 85 minutos.
Sala: El Cairo.
7 (siete) puntos.

Por Leandro Arteaga

La película invitada del mes, en Cine El Cairo, es Guaraní. Tuvo estreno comercial, con pocos días en cartel. De modo tal que su recuperación por parte del cine público es para celebrar, más aún con las presencias de su director, Luis Zorraquín, y productor, Esteban Lucangioli, quienes acompañarán la función de hoy, a las 20.30, con entrada libre y gratuita.
La ópera prima de Zorraquín se construye entre Paraguay y Argentina, con el río como brazo de agua que hermana pero también separa. Este vínculo se traduce de varias maneras: legado histórico, memoria de continente, distancia generacional, lenguas distintas. Hay mucho de parecido y, sin embargo, también diferencias. Por momentos, parece increíble que personas tan cercanas, por historia y geografía, perseveren en matices que les separan.
Desde luego, hay razones que se esconden en gestos, en mitos casi olvidados, en la perseverancia por el guaraní. Es la mirada ofuscada de Atilio, con muchos años encima, la que articula este relato junto con su nieta, quien le acompaña en el trajinar diario, mientras estudia y espera cartas de la mamá, lejos y en Buenos Aires. Atilio, en tanto, brega por la llegada de un nieto, para transmitir su legado, lleno de río y pesca, algo que las mujeres no entienden.
De este modo, Guaraní permite un diálogo entre la sensibilidad de sus personajes y el patriarcado en el que se inscriben, con una familia partida, dividida en dos ciudades, casi parecidas, si bien una de ellas con la tierra más colorada. Lo que sacude el día a día del viejo pescador es la noticia de un nieto que nacerá en Buenos Aires, al fin del río que tanto sabe transitar. Hacia allá entonces con su botecito, de motor que renguea, y esta nieta que se portará tan bien, o mejor, que ese nieto soñado.
A partir de acá, el film trastoca en road-movie, con caminos de río y asfalto, a lo largo de un periplo que será asaltado por vicisitudes, a la par de personas de esas que viene bien conocer y otras que mejor tener lejos. Por esto es que nada hay de idealizado en el retrato propuesto por Zorraquín sino, antes bien, la semblanza de una sociedad que funciona, a veces, de manera solidaria, y otras de modo obediente, sumiso y miedoso.
Desde luego, el viaje será momento intenso para el vínculo entre abuelo y nieta, mientras se dibuja una ilusión mayúscula en el rostro de esta niña que hace ya bastante no ve a su madre, dedicada a un trabajo que no le da demasiado tiempo, que le impide la cercanía anhelada. El abuelo, en tanto, opera de manera interior, con los sentimientos vueltos hacia sí mismo, como la retracción que oficia ante la urgencia que esta nieta exterioriza, al arder en ganas de salir y ver el mundo.
En este movimiento de vida –entre quien ha vivido mucho y quien lo ha hecho poco- se sitúa Guaraní. A veces con las palabras como agentes explícitos de lo que sus personajes piensan –rasgo que enfatiza, innecesario-; otras, con la certeza de un cariño que no sabe cómo expresarse pero que las miradas, mejor así, contienen y dicen.

Murales (2016, Francisco Matiozzi Molinas)



Preguntas para (des)armar


Murales, del rosarino Francisco Matiozzi, se estrena en el Bafici. Una memoria fragmentada en una película que se desdobla y reunifica.

Por Leandro Arteaga

“Cuando uno está filmando, editando, al momento del estreno se lo ve muy lejos, y cuando llega es como que no lo podés creer, es impresionante; por otro lado es un alivio”, se confiesa Francisco Matiozzi Molinas sobre Murales. El principio de las cosas, su película más reciente, con estreno en Bafici el martes pasado. Murales tendrá hoy su última función en el festival de cine independiente de Buenos Aires, dentro de la sección “Panorama/Personas y Personajes”.
Murales es un (auto)retrato sentido, de caminos que ramifican, a partir de preguntas que el mismo cineasta se hace, en virtud de una memoria que replica de manera social. Por eso, lo que comenta es significativo: “Al final de la proyección hubo preguntas, estuvo lindo, vino mi vieja, que es una de las protagonistas de la película, y también parte de mi familia. Verme ahí, en la pantalla…, es un personaje que está ahí, pero es una parte de mí.”
Matiozzi se sitúa frente a la cámara a partir de la pregunta por su tío, Francisco Molinas, desaparecido durante la última dictadura militar, para desarmar el devenir dramático en historias paralelas: la búsqueda de un departamento, el entrenamiento para el cruce del Paraná, el documental sobre el colectivo de ex-presos políticos que pinta murales. Como grietas, se cuelan detalles: dónde fue la bomba que explotó en una plaza de zona sur, cuáles los murales pintados, cuáles los borrados, entrevistas sobre lo presuntamente filmado (Murales dice sobre sí como si ya hubiese sido hecha, mientras se proyecta), amén de testimonios sobre los años de dictadura y supervivencia, en confidencia y en juicio por crímenes de lesa humanidad.
“Es una historia familiar y de la memoria que por lo menos tengo de mi familia, de mi tío, de mi nombre. Es una historia que fui construyendo a medida que crecía, de hecho cada vez me voy enterando de algunas cosas más, de mi familia, de mi apellido y mi apellido materno, Molinas, a tal punto que en ciertos momentos, en la película, me pongo en cuestión y utilizo el segundo apellido. Es un cambio bastante intenso, fuerte. El cine tiene eso, permite esa forma de contar, o por lo menos yo traté de contarlo así, y de poner el corazón ahí, el corazón cinematográfico”, dice el director.
El “desdoblamiento” tiene un referente fuerte en Los rubios, de Albertina Carri. Una partición que exprime los recursos expresivos del medio y perturba al espectador. Ahora bien, al momento de recrearse, ¿qué es lo que pasa por la cabeza del director y protagonista? “Mientras escribía, pensaba en cómo reflejar lo que realmente estaba escribiendo, sobre todo porque tengo una forma de trabajar en donde aparece la improvisación. Por otro lado, soy un obsesivo del encuadre, del lugar, de la acción y los personajes, y si bien es un documental, la línea se borra un poco y aparece la ficción. Fue agotador estar de un lado y otro.”
El desenlace es contundente, como un grito que remueve y sacude. “A Murales lo fui dimensionando en forma fragmentada, mientras escribía las escenas pensaba en el final, en que no iba a ser tan violento. Durante el rodaje, es muy fuerte lo que me dice el profesor de natación. Al momento de montarlo, me pasó que durante algunas semanas no pude seguir, debido a un montón de cosas, un poco por angustia y por desorden interno, pero también porque es sobre mi tío, sobre mi nombre, sobre este tío que se llama como yo, sobre qué lugar ocupo en esta historia, en la película y por fuera de ella. Es un ida y vuelta eterno, pero bueno, la pude terminar. Pero en realidad recién empieza, por eso el título: El principio de las cosas.”