lunes, 1 de febrero de 2016

Revenant: El renacido (2015, A.G. Iñárritu)



El equilibrio loco de un hombre solo

 Un film por momentos aterrador, suspendido en momentos de acción y alucinaciones. DiCaprio se ofrece de manera sacrificial, desde sus esfuerzos físicos y la propuesta estética: un equilibrio loco entre indios y blancos.


Revenant: El renacido
(The Revenant)
EE.UU., 2015.
Dirección: Alejandro González Iñárritu.
Guión: Mark L. Smith, Alejandro González Iñárritu.
Fotografía: Emmanuel Lubezki.
Música: Ryuichi Sakamoto, Alva Noto.
Montaje: Stephen Mirrione.
Reparto: Leonardo DiCaprio, Tom Hardy, Domhnall Gleeson, Will Poulter, Forrest Goodluck, Duane Howard.
Duración: 156 minutos.
Salas: Del Centro, Monumental, Showcase, Village, Hoyts. 
7 (siete) puntos

Por Leandro Arteaga
 
Habría que quitar algún diálogo obvio, de esos que dicen de manera clara, porque explicitan y no hacen falta. Allí cuando entre franceses, el jefe indio dice que él no es ladrón, que les robaron a ellos primero. Pieles por caballos y rifles franceses. Las pieles son de los americanos, los indios los asaltan –en la secuencia inicial, bestial- entre flechas, disparos y hachas. Sucede que la hija del jefe ha sido raptada, todo es por ella. Pero también, y antes, porque lo que ya se les ha robado es la tierra.
De todas maneras, que se enuncie tal situación no hace mella en Revenant: El renacido. Por un lado porque es inevitable, se trata de una película de presupuesto enorme, marca Hollywood, tiene que encontrar su medianía explicable para todo público. Por el otro, porque por encima de ello sobresale la puesta en escena de su realizador, el mexicano Alejandro González Iñárritu. En este sentido, que se hable de indios, franceses y americanos, desde la mirada de un latino del cine mainstream, no es poca cosa. Mejor aún cuando el hacer del cineasta ya se encuentra alejado de cierta grandilocuencia cuyo cenit fuera Babel –que de tan megalómana resultaba pedante o ingenua-, para acercarse a maneras más íntimas.
Esta intimidad inicia con la notable Biutiful, continúa en Birdman –capaz de ahondar en el meollo del negocio cinematográfico, actual y decadente, todavía fénix-, y se traduce en Revenant. Acá también hay un personaje solo, atravesado por su entorno, nada inocente, parte y contraparte. Si hay que buscarle un equivalente, sería el Sargento Kirk, la historieta de Oesterheld y Pratt. Es decir, el Hugh Glass de Leonardo DiCaprio no es inocente, sino que sabe cómo viene la mano, quiénes son los indios, quiénes los blancos. Se sitúa en una frontera que lo lleva a batirse internamente, para sobrevivir en ambos bandos.
El inicio del film deja en claro su esencia, su móvil: Glass es en función de su historia, de su mujer india y del hijo de ese amor. Hawk tiene, como recuerdo filial, mitad de la cara malherida, con cicatrices que recuerdan una procedencia dual, mestiza. No hables, le grita el padre, ellos sólo ven el color de tu piel. Hazme caso. Mientras, los dos conviven con el grupo de exploradores americanos, a la caza de pieles con las que comerciar.
Si el rostro partido de Hawk es consecuente con la vida sesgada de Glass, también lo es con el duelo a muerte que éste habrá de perseguir con Fitzgerald, interpretado por un magnífico Tom Hardy. Glass y Fitzgerald como expresiones de un contrapunto que tendrá en jaque la narrativa del film, así como a todo western. Qué es lo que hizo Fitzgerald no conviene revelarlo, sino en todo caso señalarlo como la acción que transgrede el equilibrio delicado de Glass. De a poco, los detalles de la relación familiar del explorador serán revelados, en imágenes que así como informan con flashbacks también convergen con un sentir afiebrado, que alucina y que, por eso, entronca con el mismo proceder del que se valía Biutiful para Uxbal, el personaje de Javier Bardem.
En todo caso, hay una experiencia de vida que ha sido reveladora para Glass. Ya no es el mismo, atribulado por lo que presumiblemente –tal vez, no es algo que se sepa- ha hecho, enamorado y padre de hijo mestizo, vuelto víctima de la desgracia que él mismo –o su gente, lo mismo da- ha impulsado. Lo único que le queda es su hijo, por él es que prosigue, por ese signo que el hijo es, de convivencia malherida entre pieles rojas y blancas. Ahora bien, lo que finalmente habrá de quedarle es la confrontación, con un impulso asesino que no cede.
El “renacimiento” aludido por el título no es exacto, antes bien, lo que se producen son muertes sucesivas. Pausadamente, Glass recibe muchas heridas letales, algunas en el propio cuerpo. Cada una de ellas es un azote hacia su capacidad de mantenerse en pie. Le acompaña el susurro de su mujer india, como un mantra que le recuerda seguir, respirar. Es un fraseo que se confunde con el viento, también con notas musicales. Acá, sensiblemente, debe tener que ver la impronta de Ryuichi Sakamoto, encargado de la partitura musical junto con Alva Noto.
Glass contiene la furia, el dolor, la meditación y la persistencia de un samurai. Todos elementos que hacen eclosión, que le balancean hacia un lado y otro, en función de la premisa que le guía: encontrar a Fitzgerald. Éste también tiene su cuerpo lacerado: el cuero cabelludo luce una cicatriz espantosa, desgarrado por indígenas. Cuando Fitzgerald cuenta sobre su padre, a la luz del fuego, la inmanencia mística a la que apela al pensar en Dios se diluye bestialmente. Él cree en lo que toca, mata y come. Así como su padre. La pregunta es si Glass, finalmente, creerá también en matar.
De esta manera, la cacería se convierte en un viaje de abismo, que confronta a los personajes consigo mismos. Se traduce en frío de nieve y acciones de vértigo. El viento toca los huesos, el cuerpo será llevado a puntos límites. La supervivencia es difícil porque lo que se juega, justamente, es la consecuencia moral. La carne podrá ser herida y tajeada cuantas veces sea, pero hay algo profundo que la hoja del cuchillo no toca. O tal vez sí. En este sentido, el plano final que elige el film es perturbador.
Que todo lo referido sea expuesto desde las consignas de un cine de secuencias de acción, bellamente fotografiadas, con planos-secuencia de elaboración admirable, no hace más que enaltecer la propuesta. Hollywood está en un plano técnico absoluto. Observar cómo se despeñan caballo y jinete desde un plano cenital así como el ataque de un oso, desde tomas sin corte, no puede menos que asombrar. No son pura superficie ni golpes de efecto, sino partes estéticas de ese espectáculo que la película es. Un film bestial y huraño. Con un DiCaprio de decir indio, afónico y dispuesto a lacerarse. La experiencia es abrumadora.


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