Una película hacia adentro
Por Leandro Arteaga
Daban ganas de ver la película siguiente de Natalia Smirnoff. Es
que luego de Rompecabezas (2009), la
dupla de afecto y piezas en juego que componían María Onetto y Arturo Goetz
hicieron que aquel film permaneciera como un recuerdo encantado. Algo de esto
está también en El cerrajero, ya
desde el eco supuesto por estos mismos intérpretes, ahora desde roles
secundarios, en una trama que tiene eje en ese rostro de cine actual, preciso,
que significa Esteban Lamothe.
Es en él donde giran los goznes de estas otras piezas de
encastre. Es que ya no se trata de rompecabezas sino, antes bien, de cerraduras.
Cada una, un pequeño peldaño dentro de esa historia con rumbo impreciso que
parece ser la vida de Sebastián (Lamothe). Puertas que abrir, puertas que
cerrar. Todas ajenas, y él supeditado a ellas. Hay otras, claro, que le son
propias, sobre las que no tiene demasiado que decir, no puede, o no quiere.
Porque Sebastián descubre, y junto con él el espectador, que
mientras repara estos artefactos no puede contener una verborragia de verdades.
Una de dos, quien lo escucha queda azorado, le contempla y consulta, o más vale
no haber abierto la boca. Es un don, dice Daisy (Yosiria Huaripata); es una maldición, replica él.
Entre los dos se teje, en tanto, un vínculo. Que es llave hacia
un lado, también hacia el otro. Ella encuentra en él una mirada donde confiar.
Es por él que Daisy abandona su lugar de empleada doméstica en una de estas
casas de cerrojos develados. También, más o menos, a su novio vividor. En todo
caso, Daisy es también la síntesis de tantos inmigrantes sin destino preciso,
con trabajos acotados, de los que se nutre la gran ciudad.
Por su parte, Sebastián no sabe que sabe, pero es Daisy quien se
da cuenta de que sí, es ella quien le devuelve su confianza en forma de
agradecimiento. Para él son varios los asuntos pendientes; entre otros, el
supuesto por el embarazo de quien es y no es su pareja (Erica Rivas). Un ir y
venir que no encuentra un rumbo preciso. Puede ser su hijo, podría no serlo.
De lo que se trata, en última instancia, es de encontrar el tono
justo para la caja de música que Sebastián hace y deshace con piezas de
cerrajería. Porque hay algo que no termina de sonar bien. O en todo caso,
dependerá de cuál sea el oído que escuche. Para que Sebastián confíe en su
propia sensibilidad habrá todavía un camino que recorrer. Entre estas
instancias obligadas, aparece el reencuentro con el padre. Y vale destacarlo,
porque se trata de una de las últimas interpretaciones del gran Arturo Goetz,
pieza sin justo relevo en la narrativa local.
Como rasgo mayor, El
cerrajero cubre de humo verídico a esta Buenos Aires circa 2008, donde
quedarse en casa parecía ser eterno. Acá, por eso, el oficio de Sebastián. Pero
sobre todo, el de una puesta en escena que Smirnoff trabaja desde planos
cerrados, donde el aire sofoca tanto en las escenas interiores como exteriores.
Toda la película, casi, como una gran sinécdoque. Cuanto menos se ve a la
ciudad, tanto mejor se siente lo que sucede.
Una película hacia adentro, hasta tocar casi ese fondo
indistinguible que Lamothe compone. Sólo después de ello habrá lugar para un
encuadre más amplio, apenas dos. Que oxigenen, disipen un poco tanta confusión,
y renueven las mismas preguntas de siempre.
El cerrajero
(Argentina/ 2014)
Dirección
y guión: Natalia Smirnoff. Fotografía: Guillermo Nieto. Música: Alejandro Franov. Montaje: Delfina
Castagnino. Reparto: Esteban Lamothe, Erica Rivas, Yosiria Huaripata,
Sergio Boris, Gernán de Silva, María Onetto, Arturo Goetz. Duración: 77
minutos.
Sala: El Cairo.
7 (siete) puntos.
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