miércoles, 27 de abril de 2011

Red Riding Hood (2011, Catherine Hardwicke)


Juguemos en el bosque


La chica de la capa roja
(Red Riding Hood)

EE.UU./Canadá, 2011. Dirección: Catherine Hardwicke. Guión: David Johnson. Fotografía: Mandy Walker. Música: Alex Heffes, Brian Reitzell. Montaje: Nancy Richardson, Julia Wong. Intérpretes: Amanda Seyfried, Billy Burke, Gary Oldman, Julie Christie, Max Irons, Virginia Madsen. Duración: 100 minutos.


Por Leandro Arteaga


Basta con ver el inicio de La chica de la capa roja para saber de qué trata, cómo continúa, cuál es la propuesta: encuentro furtivo de ella en el bosque con el chico que ama, a escondidas del mandato paterno, que obliga a un casamiento. Como si se tratara de un episodio televisivo de Cris Morena, adolescentes blancos y arios procuran fervientemente acomodar la fuerza de sus deseos al carril adulto, con peinados de moda y frases de pelo rubio.
El barniz con el que se pinta la historia es, además, el cuento de hadas de Caperucita Roja, papel que, a partir de la capa bermellón que la abuela lega a Valerie (Amanda Seyfried), la teenager asume frente a una sociedad de leñadores que temen la presencia del lobo humano. Desde su figura, la aldea deberá pagar y purgar culpas y pecados, mientras un cruzado demente, el Padre Solomon (Gary Oldman, qué decir…), castigará sin piedad a quien ose alterar el designio divino: la muerte de la bestia.
Habrá que reconocer, al menos, que La chica de la capa roja encuentra cierta dimensión distinta respecto de lo que significa su predecesora Crepúsculo, también dirigida por Catherine Hardwicke, donde los vampiros adolescentes evitan, por todos los medios, contacto alguno con la piel amada; en este sentido, Caperucita no vacilará en dejar que desgarren algunas partes de su vestido, aún cuando algún imprevisto evitará que ocurra lo que el deseo pide.
También distinguir en la figura de Solomon la ira vigilante y castradora, expresión de miedos de una comunidad que, en momentos de apuro, no hará más que guarecerse bajo un techo de Iglesia. Pero habrá que hilar muy fino para entender estas cuestiones como parte de una mirada algo reflexiva, algo crítica. En última instancia, de lo que se trata es de plasmar un film cuadrado, atolondrado, con leñadores que parecen figurines vestidos a la moda, que bailan rave, en el marco de una fantasía que, tal como se ofrece, se corresponde más con un catálogo de pasarelas y vitrinas antes que con un ejercicio de libre imaginación.
Es tan pobre la caracterización de personajes que la película ofrece, que la sola inclusión de Gary Oldman y, atención, Julie Christie (la abuela), hace de ellos motivos inexcusables, perlas que devalúan su valor por films como éste. Sin olvidar la presencia de la recuperada Virginia Madsen, cuyo cutis aterciopelado de lifting dificulta la diferencia de edad entre su personaje y la hija, la propia “Caperucita”, situación que, de nuevo, remite al micro-mundo de peatonales de madres e hijas que parecen amigas.
Por lo expuesto, buscar entonces el mejor ejemplo: Red Hot Riding Hood (1943), del gran Tex Avery, padre animado de Bugs Bunny y de Droopy. Allí sí, desembozadamente, artísticamente, se relee el relato de Caperucita de una forma que, por genial, ha resistido el paso del tiempo. Y donde Caperucita es motivo de rugido, baba y colmillos, para cualquier lobo que se precie de serlo.

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