martes, 19 de mayo de 2009
Ángeles y demonios (2009, Ron Howard)
Ciencia, sacerdotes,
y muy poco cine
Ángeles y demonios
(Angels & Demons)
EE.UU., 2009
Dirección: Ron Howard. Guión: David Koepp, Akiva Goldsman, a partir de la novela de Dan Brown. Fotografía: Salvatore Totino. Montaje: Daniel P. Hanley, Mike Hill. Música: Hans Zimmer. Interpretes: Tom Hanks, Ewan McGregor, Ayelet Zurer, Stellan Skarsgard, Armin Mueller-Stahl, Pierfrancesco Favino. Duración: 138 minutos.
Por lo menos –como para comenzar la nota y no ser tan malvado-, Ángeles y demonios tiene algo del absurdo que la vuelve -poco- más interesante que su predecesora: El código Da Vinci (2006). Porque observar el nivel de disparate que adquiere merced a su avance, hasta el “esperado” clímax, significa una suerte de delirio bizarro de proporciones -bienvenido aquí el término- dantescas.
Tal como ocurría con el film anterior (también del mismo y acomodaticio realizador Ron Howard, cuyo film reciente –Frost/Nixon- resulta, a diferencia de su cine habitual, un hallazgo) Ángeles y demonios se estructura de modo dual: un hecho entre mítico e histórico predetermina el acontecer presente. En este caso, los Illuminati parecen ser la causa del desquicio que corroe al Vaticano, con promesas de destrucción total. (De veras que sí, y no como chiste de South Park, serie corrosiva que supo apuntar sus dardos en esta dirección en episodios memorables).
Será entonces la oportunidad para que el benemérito Profesor Langdon (Tom Hanks) despunte su vicio por la simbología (histéricamente, delirantemente, pero nunca semiológicamente) y ayude a la Santa Sede a descubrir al maleante y evitar el Apocalipsis prometido. En el medio de todo ello, y como personaje intermediario (pausa de espera para la renovación papal, puesto que el Papa hubo de fallecer y, desde este lugar, el film se vincula astutamente con hechos recientes), el Camarlengo (Ewan McGregor) trata de mantener el orden entre un caos cada vez mayor, mientras toda una multitud espera ansiosa la aparición del tradicional humito blanco que anuncie la nueva venida papal.
A ello se suma la alusión al reciente y científico mini big-bang que reprodujo el teórico inicio del universo, recreación fílmica que permitirá, desde la lógica argumental, el surgimiento de una anti-materia capaz de generar un agujero negro temido: la desaparición de la fe o su equivalente: el Vaticano.
Desde estas premisas, Ángeles y demonios apura el paso –dado que los cardenales secuestrados comienzan a morir a ritmo veloz- entre las diferentes iglesias de Roma. Toda una lógica oculta que sólo Langdon sabe cómo descifrar, mientras dispara frases explicativas, de índole histórica, para informar al espectador desprevenido ante la mirada atónita de sus coprotagonistas.
Pero lo que nos importa, volvamos, es el clímax. Observar cómo se resuelve la situación, desde un agujero negro que implosiona ante nuestra mirada impávida, es de lo mejor. Hay un cura que, no diremos cuál, se vuelve un equivalente del mejor James Bond, con una precisión que realmente envidiaría el mismísimo 007. Es allí cuando uno, por lo menos, sabe encontrar algo de diversión ante tanto hastío. El film es pésimo y corrobora que el catolicismo, aunque sea por convención, es la religión mimada por el cine de Hollywood.
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