Homenaje a quien más
y mejor miedo nos supo provocar
y mejor miedo nos supo provocar
A Narciso Ibáñez Menta lo adoramos. Cualquier palabra que exprese nuestra fascinación será siempre insuficiente. El programa de la Linterna, del pasado 14 de mayo, lo dedicamos a su memoria (un día antes de recordarse la fecha de su fallecimiento, en 2004).
La mejor noticia ha sido que su ánima bendita se tradujo -¡por fin!- en forma de libro. El artesano del miedo: Narciso Ibáñez Menta, co-escrito por Leandro D'Ambrosio y Gillespie, editado por Corregidor, repasa con minuciosidad y cariño la obra y vida del gran actor.
Desde la Linterna realizamos nuestra declaración de afecto, entrevistamos a D'Ambrosio, y ejercimos el sagrado juego de la memoria: definitivamente necesaria para rastrear un quehacer artístico como el de Narciso, víctima de la estupidez de un país (el nuestro) que lo ha dejado perder entre fuegos de archivos y falta de profesionalismo.
Programa emitido el 14/05/2010
Intervienen: Abrach, Arteaga, Bendersky, Milano, Tolj.
Descargas:
Narciso
Radio Dossier:
pt1 - pt2
Entrevista
con Leandro D'Ambrosio
Links para no dejar pasar:
http://artesanodelmiedonim.blogspot.com/
http://nadieinquietomas.blogspot.com/
(de Gustavo Mendoza, realizador del documental Nadie inquietó más, dedicado a nuestro actor admirado)
Y por último:
sólo un fragmento de la nota enorme, por lo justa, precisa y afectuosa, que el escritor Rodrigo Fresán dedicara a Ibáñez Menta. Puede leerse completa en Página/12 (17/05/2004).
(...) me parece que –en las musculosas anatomías de los diarios españoles del domingo– la muerte de Ibáñez Menta se merecía, por lo menos, recuadro en primera plana y página entera en las secciones de Cultura o Espectáculos. Y, ya que estamos, que lo invitaran a la boda y prendiera fuego a los nobles y bastardos en plan Poe. Después de todo, la muerte el viernes pasado del controvertido presidente del Atlético de Madrid –personaje que dio tanto miedo como el actor– ganó apertura de noticieros y fotos en primeros puestos. Nada de eso para Ibáñez Menta; y ruego porque los diarios de mi país –que también fue el país del actor– hagan justicia. Porque por aquí Ibáñez Menta –nacido en 1912, invisible desde hace años a causa de “una larga enfermedad”– no figura en ninguna portada y debe conformarse con sintéticas necrológicas mejor o peor escritas pero, siempre, insuficientes. También lo será ésta; pero no lo es mi agradecimiento –a esta mezcla hispano-argenta de Lon Chaney con Vincent Price–, una jamás superada versión de La bestia debe morir, la adaptación para la pantalla chica de La pata de mono que me quitó el sueño durante varias noches, esa película titulada El monstruo no ha muerto donde se nos revelaba que Hitler no había muerto y que vivía en la Argentina (lo que explicaba tantas cosas), y aquella última y desopilante locura pop-trash que fue El pulpo negro. Todas ellas actuadas con esos ojos y esa voz cultivada en la radio más gótica que, para mí, compite garganta a garganta con la de Orson Welles. No sé: lo cierto es que hubiera deseado un poco más de espacio para esta bestia de castillo entre tanta bella de palacio por más que el engendro en cuestión me haya causado todavía más terror en vivo y en colores que en la plástica pantallita blanco y negro de mi televisor infantil. Me explico: una noche de 1979 divisé a Ibáñez Menta comiendo, solo, unos fideos a una mesa del restaurante Pippo. Me acuerdo que me pareció pequeño y que me enterneció la camperita de jean Cacho Sport que vestía. Mi padre –que sabía de mi pasión por el hombre– me dijo que fuera a pedirle un autógrafo. Yo, tímido, le dije que no. Mi padre insistió con esa pasión paternal: me dijo que si no iba, jamás me lo perdonaría a mí mismo, que lo recordaría por el resto de mi vida y, seguro, en mi lecho de muerte. Y agregó que, además, yo haría muy feliz al actor por saberse vigente entre los jóvenes. Así que, casi obligado, fui hasta la mesa de Ibáñez Menta, le pedí que me firmara un trozo del mantel de papel e –jamás podré olvidarlo– Ibáñez Menta me miró fijo, respiró profundo y aulló: “¡Me cago en la leche y en este pendejo de mierda que no me deja comer en paz!”. Volví corriendo a mi mesa, mi padre me pidió disculpas, y yo pensé entonces y sigo pensando hoy: “¡Qué monstruo!”.
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