Un cineasta
que no pierde el pulso
En su versión
del film coreano de culto, el realizador Spike Lee mira sin piedad el lado
oscuro de la sociedad norteamericana. Coreografías violentas y tamiz de
historieta, en un clima de televisión tendenciosa y familias psicópatas.
Por
Leandro Arteaga
Tanto tiempo sin ver una película de Spike Lee en el
cine, y cuando el hiato se salda –desde la lejana El plan perfecto, de 2006–, lo hace con una curiosa nueva versión de
Oldboy (2003), el film de culto del
coreano Park Chan-wook. Las razones de una remake las explica la práctica habitual del
cine norteamericano, pero que sea Lee el ojo detrás de la cámara, lo vuelve un
juego de referencias cruzadas en estado potencial.
Esto lo confirma el talento de un realizador que
tiene en su haber una obra con algunas películas maestras, entre las cuales Haz lo correcto (1989) continúa ocupando
el sitial de honor, con su retrato social contenido en apenas una sola calle de
barrio. El alegato crítico de Lee hace pie en su condición manifiesta de
artista de color, que reverbera sobre su lugar en la industria: 40 Acres and a Mule es el nombre de su
productora, en alusión a la indemnización nunca cumplida del gobierno
estadounidense con los esclavos libertos. Además, Lee ya es célebre por sus
arremetidas contra nombres del propio medio: su ira hacia el Django de Tarantino, el usual rol de
“negro-blanco” con el que acusa al actor Cuba Gooding Jr., o su desdén hacia el
chofer sumiso que Morgan Freeman compone en la oscarizada Conduciendo a Miss Daisy.
No se trata de exclamaciones gratuitas, que adornan
su tarea, sino de un sentir que imbrica en su cine. Allí hay lugar para la
denuncia, la revisión histórica, la autocrítica, desde una puesta en escena que
le ubica como uno de los mejores narradores: Malcolm X, La hora 25, S.O.S verano infernal, Red Hook Summer, algunos de sus títulos.
El cine de Spike Lee tiene, por ello, un verosímil propio, que siempre es, más
allá de cuál sea el género cinematográfico o la temática. Cuando algo así
sucede, es porque se está en presencia de un cineasta.
Quien haya visto la Oldboy
original, recordará el travelling del
martillo, de coreografía bella, de violencia bestial. Cuando le llegue el turno
al film de Lee, con Josh Brolin martillo en mano, será momento de ver qué es lo
que la mirada furiosa del norteamericano tiene para decir. En este sentido, Oldboy: Días de venganza propone una
relación de miradas de cine, entre la venia hiperviolenta del original y la
poética del cineasta de color.
La historia de Joe Doucett (Brolin), de cómo y por
qué fue encerrado durante veinte años en un departamento, acusado del asesinato
de su esposa, es el misterio desde el cual desplegar la revisión personal del
personaje y la liberación física de su violencia. De esta manera, Oldboy es un ejercicio pendular, de ida
y vuelta, un equilibrio entre el adentro y el afuera, entre el recogimiento y
la furia desatada. También es la historia de una rata de laboratorio, con el
televisor como contacto único, por donde desfilan publicidades, ejercicios
“aeróbicos”, discursos presidenciales, y aviones que se estrellan contra torres
gemelas.
Por todo ello, Josh Brolin es perfecto porque tiene
la mirada hundida y el físico de granito. Recibe y da golpes en tanto relación
de acción y reacción. Cuando pueda erigirse como efigie monolítica, de fuerza
imparable, ya sólo se le podrá herir superficialmente, nada habrá que su cuerpo
no soporte; el dolor –en última instancia– habrá de ser otro, muy diferente. Esta
violencia, que por otro lado el cine de Lee supo siempre invocar –física y
verbalmente– reviste aquí matices de historieta, con un verosímil que se tiñe
de habilidad suprahumana, grotesca, casi abstracta; tal como le sucedía a Marv,
el héroe de Frank Miller en el cómic Sin
City.
De este modo, Oldboy
dialoga con la película predecesora en tanto resignificación cinematográfica.
Entre varios ejemplos que citar, vale el encuentro entre Joe y los jóvenes
futbolistas americanos, no sólo por la paliza que les da, sino por los
lagrimeos “en pose” de sus novias high-school.
El ámbito escolar será nudo para el devenir del film: cuando allí se dirijan
los recuerdos a los que la investigación obliga, con una bandera norteamericana
como prólogo, terminará por revelarse una violencia congénita, inherente a esta
sociedad, con un deprecio inserto y programado desde las aulas de estudio, entre
jóvenes entrenados para mortificar a la víctima de turno. Borrachos,
pendencieros, de apellidos con dinero; nido de ratas, en suma, de donde no sale
nadie tan heroico, nada tan puro.
Por recabar en este pozo que hiede, de donde emergen
todos sus personajes, Oldboy adhiere
al cine negro, o de acuerdo con la tipología habitual, al neo-noir. Por un
lado, por la tradición en la que se inscribe, en la que el cine norteamericano
tiene los ejemplos mejores; por el otro, por la incidencia del cine de oriente,
única plaza cinéfila actual preocupada por revalidar los géneros
cinematográficos.
Lo que sucede, al fin y al cabo, no es una de las
mejores películas de Spike Lee, pero sí suficiente como para rubricar un sello
de cine al lado de tantas producciones formateadas por el mercado. Persistir en
la comparación entre las dos Oldboy
no tiene otro sentido más que lúdico. En todo caso, mejor será abocarse a lo
que en el film de Lee aparece en tanto puesta en escena, atenta –claro que sí–
con el título de origen, pero mucho más con lo que ha hecho de Spike Lee uno de
los cineastas más brillantes de su época.
Oldboy:
Días de venganza
(Oldboy) EE.UU.,
2013 Dirección: Spike Lee. Guión: Mark Protosevich, basado en el manga de Garon
Tsuchiya y Nobuaki Minegishi y en la película surcoreana homónima. Fotografía: Sean Bobbitt. Montaje: Barry Alexander Brown. Música: Roque Baños. Reparto: Josh Brolin, Elizabeth Olsen,
Sharlto Copley, Samuel L. Jackson, Michael Imperioli, Pom Klementieff, James
Ransone Duración: 104 minutos.
8
(ocho) puntos
Sala:
Cines Del Centro.
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